"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

Compra el disco de Paqui Sánchez

Disfruta de la música de Paqui Sánchez donde quieras y cuando quieras comprando su disco.

Puedes comprar el disco Óyelo bien de Paqui Sánchez Galbarro de forma segura y al mejor precio.

CUARENTENA ENTRE FANTASÍAS

CUARENTENA ENTRE FANTASÍAS Aún hoy, conservo el olor a mar de mi infancia. No necesito salir de mi casa para sentirlo; lo tengo guardado en mi mente y de él me valgo para imaginarme que esta mañana estuve en la playa. Sí, pese a la cuarentena, esta mañana estuve y, en muy pocas horas, por no decir mañana, una vez más, volveré. Voy a volver porque el sol me falta, y mis oídos reclaman el arrullo de las olas. Mi imaginación no está bajo control de ningún grupo de vigilancia. No, nadie me va a parar: «Oye, a dónde vas en plena cuarentena». Y desde ya, según lo que me estoy imaginando, caminaré por la avenida que desembocaba en la esquina de la plazuela. Me acuerdo que ahí estaba una señora que vendía raspadillas de hielo con jugo de fresa. –Buenos días, señora. Deme una raspadilla, por favor. –Ya, amiguito. Doblaré hacia la derecha. Al final de la plazuela, cruzaré por un pasadizo y bajaré a la playa. Ah, qué complicado me resultaba el solo intentar caminar sin zapatillas sobre esas piedras. Recuerdo que algunos de los chicos sí lo hacían como si nada. Sentado frente a la mesa de mi comedor sigo recordando. Cerca a la playa había un barrio de gente muy humilde, de donde salía la patota que iba a disfrutar del mar. Esos muchachos no tenían baldes de plástico para jugar. Tampoco tenían una colchoneta como la que yo llevaba para flotar sobre las olas. Y por si eso fuese poco, en medio del no tener, carecían de zapatillas. Por eso, caminar sobre las piedras de la playa resultaba para ellos algo familiar. Como que también les resultaba cosa de la vida diaria andar sobre un pavimento que, bajo el sol del verano, les quemaba los pies sin piedad, desde que salían de sus casas. Ahora que lo pienso, sus precarias condiciones de vida les producían una especie de callos de clase. Sí, cayos que los niños de la clase media no teníamos porque al principio del verano nos poníamos zapatillas nuevas. En medio de esta cuarentena, todo me resulta mágico: el calor del verano, el sonido de las olas del mar, el olor a tabaco de los cigarrillos de unas señoras que tomaban sol junto al lugar donde yo solía sentarme. Escucho el barullo producido por las voces de los que están en la playa. Al fondo de ese barullo está el decorado sonoro de las olas de ese mar, cuya brisa refresca mis fantasías, y me pregunto qué será de Linda. La conocí una mañana, cuando me paré para caminar hacia la orilla. Yo no pensaba que podía desubicarme, pero me perdí, y ella se me acercó. –Ven, yo sé dónde has estado. Te voy a llevar de regreso. –Muchas gracias. –No tienes por qué agradecerme. Desde esa mañana, empezó a saludarme cada vez que me veía. –Hola; tú por acá nuevamente. ¡Qué gusto me da encontrarte! Te hablo de ella porque hace un tiempo me la crucé en una avenida del distrito de Miraflores. No me esperaba semejante sorpresa. Linda no parecía haber cambiado mucho. No sé si tendría arrugas en la cara. Su voz me sonaba igual. No parecía haber cambiado, pero el cambio sí se había dado en su interior. Y poco a poco, lentamente, lo fui descubriendo. Me dijo para ir a tomar un café, y le acepté. Total, en medio de la cuarentena, ni Linda ni yo teníamos algún tipo de apuro. Me agradó el tener con quién conversar, aunque sea en forma imaginaria, y más aún me agradó el saber que mi presencia representaba una compañía para ella. Entramos a una cafetería cuyo ambiente resultaba muy simpático. Yo le propuse invitarle el café, pero Linda se opuso. –No, ni hablar. Soy yo la que quiere darse ese gusto. Empezamos a conversar, y noté que ella necesitaba decir algo. Linda me hablaba en forma alegre, risueña. Sin embargo, había instantes en los que hacía un repentino silencio y se quedaba pensando. Luego retomaba el tema de la conversación, pero en un modo no tan seguro, como si tuviese dudas sobre lo que debía o quería decir. Yo quería preguntarle, pero me abstuve por un tema de tino. «Ya me contará», pensé. Y en medio de los recuerdos que iban aflorando, en medio de las anécdotas que se producían en la playa, nos quedamos conversando ya ni sé cuánto. No sé si el tiempo dejó de existir. Volví en sí cuando Linda me propuso encontrarnos nuevamente. El encuentro, según me dijo, podía ser donde yo quisiera. Me quedé pensando, y ella tomó la iniciativa. Me propuso caminar por una avenida muy larga. Partimos, y le fui contando sobre una novela que estoy escribiendo. Paramos en una estación de gasolina para tomar una bebida. La tarde flotaba en el viento, y su pelo revoloteaba rozando mi cara. Llegamos a un punto del camino en el que ella me invitó a detenerme. Yo ya no oía el paso de los carros. Me parecía que estaba lejos de todo. Lo único que sentía cerca era el ruido que hacía un coro de grillos. Y por un instante, quién lo diría, por un nostálgico instante, me dio la sensación de estar en un lugar campestre donde yo había vivido hasta el año 1971. Yo era un niño entonces; ella toda una joven. Linda sacó unas llaves de su cartera y abrió una pesada reja. Me invitó a entrar y cerró. Avanzó conmigo por un camino de piedritas que nos llevó a una puerta y, cuando abrió, me invitó a pasar. Me dijo que era su casa. –Ponte cómodo. –Gracias. Me sentí invadido por el agradable aroma de un ambientador y el sonido de una música que me traía recuerdos. Era la misma música que yo escuchaba en la playa por unos parlantes, que habían instalado al borde de la plaza. Linda me ubicó en una salita muy pequeña pero acogedora. Me contó algo sobre unos cuadros que había en las paredes. Caminó hacia un aparador y sirvió dos copas, que luego puso sobre una mesa de centro. Como si me hubiese leído la mente, como si supiese lo curioso que soy, me indicó que estaba sirviendo vino. Pero no solo hizo eso. No. Porque adivinando mis pensamientos, como si supiese la de preguntas que yo me hacía, me pidió que la escuche y me empezó a contar. Yo perdí la noción del tiempo. Lo que sí pude percibir fue que el muro que había entre ella y yo se iba derrumbando. Y Entonces, se me presentó la oportunidad de descubrir cuánto había cambiado. En los ambientes de su interior se encontraba una encantadora atmósfera. Yo la recordaba un tanto seca. No diré que fría, pero sí seca, algo parca a la hora de hablar, cuando la encontraba en la playa. En cambio, esa noche la sentí dulce. Su voz sonaba melodiosa. Sus palabras jugaban por toda la sala. Y sus frases, más grandes que aquellas palabras, me agarraban y no me dejaban ponerme de pie, reteniéndome hasta que el sol salga. Pensaba llamarla en un rato. No sería mala idea proponerle que volvamos a caminar. Pero siento que mi teléfono suena. –¿Hola? –Soy Linda. Su voz suena dulce como esa noche. –¿Qué vas a hacer mañana? –Pensaba ir a la playa en la que una vez nos conocimos –Yo también.. –¿Y qué tal si vamos juntos, Linda? –Me encanta la idea. En la playa yo podría seguir contándote tantas cosas. –Entonces nos encontramos mañana. –Ya, pero yo también quisiera verte hoy –Muy bien, muy bien, linda. En unos instantes nos encontramos.

Compartir en redes sociales

Esta página ha sido visitada 235 veces.